A veces nos dolemos con el dolor de aquellos a quienes amamos. A ratos nos duele más nuestra impotencia que su pena.
Una madre nos trae al mundo y nos enseña la vida además de dárnosla. Nos aconseja, nos limita, nos habla, se ríe de nosotros o con nosotros, nos recuerda, otras madres, olvidan que fueron madres, que los pies sirven para caminar, y la luz inteligente de sus ojos se vuelve opaca, como su alma.
La madre de la que hablo, murió por dentro hace algunos años, y durante aquel duelo, solía bromear con su hija, porque la risa ha sido siempre mi espada y mi escudo. Una madre convertida en niña, a veces traviesa, siempre cariñosa, una niña blanca por dentro. Capaz de salirse con la suya, a pesar de los cuidados de la hija, esperando siempre el descuido para liar alguna trastada.
Recuerdo una vez, que la niña blanca, tenia calor y se quito la chaqueta de lana, pero hacia fresco, la hija se la ponia y ella se la quitaba, al final, ambas se rindieron, la hija la pusó sobre sus hombros, y la madre se resigno, hasta que pasó un coche de bebe, y como al descuido la metio dentro.
Fue así como la hija se convirtió en madre, y aunque no pudo enseñarle nada de la vida, porque lo olvidaba, la cuidaba como a un tesoro, la arrullaba, la cantaba, jugaba con ella, convirtiéndose en otra niña blanca.
Hace poco volvió a morirse la madre, esta vez, en una ausencia definitiva, total.
Ahora el duelo no lo acompañó con risas, pues ha muerto la madre y la niña blanca, dos perdidas en un mismo alma, Y el dolor no se alivia con sonrisas, ni siquiera con abrazos.
Descanse en paz, la mujer que fue, y la niña en la que se convirtió. Tenga paz, la hija que supo colocar sonrisas en unos labios que a ratos olvidaba sonreir.