Su excelencia el obispo de Salamanca, estaba sentado frente a la enorme chimenea del salón, rodeado de reliquias que colgaban de las paredes, o descansaban sobre los bordes de las estanterías repletas de libros forrados de cuero.
En sus manos tenía un libro abierto, con el dedo repasaba el borde dorado del filo de las hojas, mientras examinaba los dibujos que adornaban las paginas, rostros de hombres de todas las razas, desconociendo las palabras que acompañaban cada retrato, le pareció que aquellas debían esconder secretos antiguos. Estaban escritas en un lenguaje de signos, desconocidos para él, por debajo, como si de una traducción se tratara, dos lineas escritas en arabe.
No podía comprender la necesidad compulsiva de mirar todos aquellos rostros, que le miraban a su vez, con ojos de perro, tristes, melancólicos. Paso la pagina, el libro cayo de su regazo al suelo, sus manos empezaron a temblar, su boca se distorsiono con rigidez, el terror le recorrió como un viento helado, dejando sus venas suspendidas en la piel.
Tardó varios minutos en recobrar el valor y la compostura, sus manos seguían temblando cuando finalmente se atrevieron a tocar de nuevo el libro. Miro el retrato, que era su propia imagen y hubiera dado el alma que acababa de perder, por saber las palabras que acompañaban su propio reflejo.
Cerró el libro espantado de nuevo. No le importo que fuera de madrugada, despertó a todos en la casa, mando a dos de sus hombres a traerle de las mazmorras del rey a uno de los prisioneros, un comerciante árabe, que había sido trasladado desde Toledo, mientras se negociaba su rescate.
Cuando el hombre llego, se inclino brevemente frente al obispo, tenía el aspecto de un hombre bien alimentado, sus ojos tenían la ojeras propias de un hombre que sabe que su destino no le pertenece, aún así, pudo comprobar el obispo que se comportaba con gran serenidad, como si fuera tan rico que diera por hecho el rescate, o por el contrario, estuviera resignado a lo que pudiera depararle la vida. Reflexiono curioso sobre los cerca que se encuentran siempre los extremos.
. Necesito que me traduzcáis algo.- dijo el obispo como si se dirigiese a su propio secretario.
Abrió el libro por el lugar donde se encontraba el primer retrato. Se lo mostro al prisionero, quien abrió los ojos con verdadero terror, y se tiro al suelo de rodillas, rezando a su Dios en el territorio de otro.
El obispo no pudo traerle de vuelta de aquel terror oscuro. Con un ademán ordenó que lo devolvieran a su celda. Con el libro en la mano, se sentó en el escritorio y trato de dibujar con toda la precisión de que fue capaz, los signos árabes.
En dos días conocería el significado de aquellas palabras. Con el corazón todavía congelado por el miedo, se preguntó si debería rezar a su Dios para que le protegiera de aquel libro maldito.
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